domingo, 6 de mayo de 2018

UNA AUTONOMÍA Y UNA LIBERTAD IRRESTRICTAS QUE LEGALIZA EL MATRIMONIO IGUALITARIO, LAS DROGAS, EL ABORTO Y LA EUTANASIA, VAN CONTRA LA VIDA

En el debate en curso en la Argentina acerca de la legalización del aborto, al que hay quienes consideran una maniobra de distracción que busca desviar la atención de la opinión pública de problemas económico-sociales que tienden a ser críticos, llamó mi atención el hecho que muchas buenas personas, inteligentes y que llevan una positiva vida de valores apoyen esa propuesta con una convicción tan cerrada que no se permiten siquiera dudar de su postura, aunque sea refutada con argumentos racionales, sólidos y fundados que demuestran que lo que postulan es legalizar (lo que implica aceptar como válido) el asesinato de una persona indefensa.

Por Víctor Lapegna



Meditando para tratar de entender esa actitud que parece contradictoria y algo desconcertante, vino a mi memoria la dureza ideológica que teníamos los comunistas (en mi adolescencia y primera juventud fui militante del PC pro-soviético primero y del maoísmo después) en el debate con nuestros oponentes, sin permitirnos siquiera dudar ante los argumentos contrarios que se nos expusieran, por razonables y ciertos que ellos fueren y nuestra cerrada negativa a admitir que existían los horrores, ahora indiscutibles, que signaron al “paraíso socialista” en aquellos países donde estaba en el poder. Recordé también cuantos bolcheviques que fueron importantes dirigentes de la revolución de 1917 murieron gritando “’¡Viva Stalin!” al ser ejecutados por órdenes de… Stalin y aceptaron confesar haber cometido gravísimos delitos de los que eran por completo inocentes, so capa de no afectar al socialismo y a la URSS. Y evoqué la actitud de los fanáticos que detonan bombas que llevan adheridas al cuerpo para matar a quienes consideran enemigos de su fe.

Me parece que en aquella cerrazón ideológica de los comunistas convencidos o en el fanatismo de los terroristas que se inmolan a sí mismos, mutatis mutandi, puede haber alguna semejanza con cierta cultura de esta época de la que hacen parte esas buenas personas que, aunque adhieren a valores en su vida, apoyan sin resquicios la legalización del aborto.

Me evoca también, en cierto sentido, el comportamiento de los adictos que sabemos el daño que nos hace la sustancia que consumimos pero no logramos dejarla (lo sé porque fui fumador).

Creo que esa cultura que exalta el placer individual por sobre todo y reclama una libertad personal absoluta y una autonomía moral sin límites o restricciones, es la base de ideologías cuyo avance condujo a que en varios países del mundo en los últimos años se legalizaran el matrimonio igualitario, el uso de drogas que eran prohibidas y el aborto y que se postule la legalización de la eutanasia.

Creo que todas esas propuestas, con diferencias y modalidades específicas en cada caso, tienen en común el hecho de transmitir un dañino mensaje al brindar un manto de legalidad y por ende de validez a acciones contrarias a la continuidad de la vida, que es el primero y más esencial de los derechos llamados humanos (creo que “derechos humanos” es un oxímoron dado que sólo el ser humano es sujeto de derecho).

Respecto de la unión civil de parejas homosexuales lo primero a reconocer es que es justo y necesario que tengan la protección de todos los derechos que asisten a los matrimonios heterosexuales, pero también debe decirse que “carece de los elementos biológicos y antropológicos propios del matrimonio y de la familia ya que están ausentes de ella la dimensión conyugal y la apertura a la transmisión de la vida", como expuso la Conferencia Episcopal Argentina que presidía por entonces el cardenal Jorge Mario Bergoglio, hoy papa Francisco, en una declaración dada en 2010, cuando se sancionó la ley del denominado “matrimonio igualitario. Ahí se explicaba que el matrimonio “No es una unión cualquiera entre personas; tiene características propias e irrenunciables, que lo hacen ser la base de la familia y de la sociedad. Así fue reconocido en las grandes culturas del mundo. Así lo reconocen los tratados internacionales asumidos en nuestra Constitución Nacional (en el artículo 75). Así lo ha entendido siempre nuestro pueblo. La palabra matrimonio proviene del latín matrimonium, voz formada por las raíces latinas matr (de mater, matris, que significa “madre”) y monium, que designaba actos rituales o jurídicos y con el tiempo pasó a ser la forma por excelencia para designar la unión de dos personas, ante Dios o ante la ley, para que mantengan una vida común y formen una familia. De ahí que al designar como “matrimonio igualitario” la unión entre personas del mismo sexo es distorsionar el sentido de esa institución ya que tales parejas pueden estar unidas por vínculos amorosos respetables, pero no pueden gestar vida y por eso, entre otras cosas, son cualitativamente diferentes del matrimonio entre varón y mujer entre cuyas misiones esenciales están tener hijos y crear familia, condiciones ambas necesarias para la continuidad de la vida y de la comunidad humana. Sin querer caer en nominalismos extremos, vale recordar el poema de Jorge Luis Borges que dice en sus primeros versos “Si (como afirma el griego en el Cratilo)/ el nombre es arquetipo de la cosa/ en las letras de 'rosa' está la rosa/ y todo el Nilo en la palabra 'Nilo'” y asumir que al poner el nombre de “matrimonio” a lo que no lo es, lo que se hizo es construir un Golem, designación dada en la mitología judía a un monstruo animado hecho a partir de lo inanimado y que da título al citado poema borgeano.


En cuanto al daño a la vida que representa la legalización de la tenencia y el consumo de drogas, en homenaje a la brevedad nos remitimos a citar parte de lo que declararon al respecto los curas villeros cuando en 2014 se lanzó en la Argentina esa propuesta a la que se opusieron a través de un texto en el que, entre otros conceptos, se preguntaban “¿cómo decodifican los chicos de nuestros barrios la afirmación de que es legal la tenencia y el consumo personal?”, a lo que respondían “nos parece que al no haber una política de educación y prevención de adicciones intensa, reiterativa y operativa se aumenta la posibilidad de inducir al consumo de sustancias que dañan a las personas”. Aunque esa iniciativa no llegó a convertirse en ley y ni siquiera tuvo tratamiento parlamentario, no parece descartable que haya quienes vuelvan a la carga con ella.

En cuanto a las propuestas para legalizar el aborto, en las presentaciones que hicieron quienes expusieron en la Cámara de Diputados oponiéndose a ellas sobran argumentos racionales que se añaden a los morales y demuestran que la vida que lleva la madre en su vientre es un ser humano diferente de ella, con un ADN propio y único que es diverso del de sus progenitores y por ende legalizar que se le dé muerte mediante el aborto es del todo inaceptable, con prescindencia de las creencias religiosas que se tengan o no se tengan. 



Por fin, quienes comienzan a proponer que se legalice la eutanasia, como lo hizo Juan José Sebrelli al hablar en Diputados; pretenden es que se valide el suicidio asistido sin asumir que la propia vida no es un mero bien personal que pueda ser eliminado por el solo ejercicio de la voluntad individual.

Quienes apoyan estas propuestas parecen no reconocer que toda vida, incluso la de ellos, nunca es el resultado de la mera voluntad humana (nadie nace sólo porque quiere) ni una creación individual (nadie es gestado por un solo individuo y nadie nace sólo), sino un regalo que nos es dado por Dios, para quienes somos creyentes o por la naturaleza, para quienes no lo son.

Pero la recepción de ese regalo que es la vida conlleva asumir la responsabilidad de cuidarla, preservarla y saber aprovecharla en beneficio propio y de los demás y por ende es errónea la concepción que supone que es propiedad absoluta de los vivientes (que, vale recordarlo, somos a la vez murientes) y no es cierto que se pueda hacer con ella lo que se quiera, según una irrestricta voluntad individual.

Esa “privatización” del don de la vida que avanzó en la cultura contemporánea condujo a la exaltación de una autonomía moral absoluta y a la pretensión de ejercer una libertad individualista sin restricciones, lo que se manifiesta en conductas como la búsqueda del placer sin límites y el miedo patológico a la muerte que, entre otros efectos, lleva a rendir culto a lo juvenil y despreciar a los viejos en tanto somos el testimonio presente de la universal e ineluctable condición de murientes de todas las personas.

Por debajo de esa cultura está la pérdida de la fe que da sentido trascendente a la vida, lo que en Occidente comenzó a avanzar en especial a partir de los tiempos de la Revolución Francesa [1].

En los siglos XIX y el XX, el vacío del sentido trascendente de la vida que produjo la pérdida de religiosidad en la cultura social, se buscó llenar con el ersatz de esas pseudo religiones que fueron las ideologías, las cuales defendían la vida de modo parcial y deformado ya que no la consideraban sagrada para todos, sino solo para los fieles de esas “iglesias” sin Dios en las que esas ideologías se corporizaron, al tiempo que validaban el asesinato individual y en masa de quienes eran estigmatizados como sus enemigos.

Pero esas ideologías fueron perdiendo vigencia como concepciones del mundo capaces de ofrecer un sentido trascendente de la vida a sus adherentes y devinieron en meros relatos con los que se pretendían justificar unas brutales políticas de poder y encubrir los crímenes que se cometían en nombre de los ideales que se decía defender, lo que condujo primero a su ocaso y luego, con la caída del muro de Berlín y el fin de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) como signos principales, a su derrumbe definitivo.

Aquí y en muchos países del mundo, segmentos de clases medias-medias y medias-altas urbanas e ilustradas que accedieron a estudios secundarios y/o universitarios e incluso los completaron, quienes estuvieron bajo el influjo de aquellas cosmovisiones colapsadas, reelaboraron el discurso ideológico original y sustituyeron la búsqueda de la justicia y la igualdad social por la placer y la libertad individual irrestrictos y las demandas de clase por las de género, con lo que los obreros y campesinos - que eran los actores protagónicos principales de la revolución anhelada- son reemplazados por mujeres, jóvenes, homosexuales o drogadictos, actores protagónicos de una lucha que pasa a ser más moral que social.



De ahí que haya una marcada diferencia entre el feminismo radicalizado que hoy enarbola la ideología de género y las feministas del siglo XX, que reclamaban el derecho de la mujer al voto (de ahí que se las llamara sufragistas) respaldadas por las organizaciones obreras que hasta 1945 eran conducidas por anarquistas, socialistas, comunistas y anarcosindicalistas y se volcaron luego al peronismo. Aquellas feministas encontraron en Eva Perón a su principal abanderada y ella fue quien en 1947 logró que se dictara la ley que consagró el voto femenino e hizo de las mujeres protagonistas de la vida política, logrando que se integraran en los parlamentos e instituciones de gobierno y construyendo el Partido Peronista Femenino. A su vez, las mujeres peronistas lideradas por Evita, fueron firmes defensoras de la maternidad y la familia y adhirieron a las propuestas demográficas del Justicialismo, que promovía la natalidad para ayudar a que creciera la población del vasto territorio nacional, en gran medida vacío.

La cultura peronista, desde mediados de la década de 1940 y hasta hoy, se solapó con la cultura social general en la que nos formamos los argentinos sea que adhiramos, rechacemos o seamos indiferentes al Justicialismo e incidió en que la educación familiar que recibimos estuviera cargada del aroma de los valores de la cultura peronista, expresados en las 20 Verdades del Peronismo y en especial la número 17 que sostiene que “El justicialismo es una nueva filosofía de vida simple, práctica, popular, profundamente cristiana y profundamente popular”.

De ahí que pueda decirse que muchos argentinos, a la manera de Monsieur Jourdain, personaje de Moliere en El Enfermo Imaginario, que se admiraba por hablar en prosa sin saberlo, son peronistas sin saberlo.

Intuyo que los valores que persisten en la educación que recibimos en el ámbito familiar es la que dota a muchas buenas personas de clase media urbana que apoyan la legalización del aborto del sentido de solidaridad social, respeto por el otro y honestidad, entre otros valores que les hace ser buenos ciudadanos, buenos hijos, buenos padres y buenas madres.

Pero también intuyo que el paso de quienes componen ese segmento socio-cultural por el sistema educativo en sus niveles pre-primario, primario, medio y universitario les transmitió la noción de que la maduración personal, entre otros componentes, supone recorrer el proceso que va de la heteronomía a la autonomía moral, según una interpretación a nuestro ver sesgada de la teoría cognitiva de Jean Piaget y de las correcciones que le hiciera Lawrence Kohlberg, sumada a una lectura no menos sesgada del pensamiento de Paulo Freire acerca de la educación como práctica de la libertad, que tuvieron una fuerte influencia sobre los educadores argentinos de este tiempo. Sin mengua de reconocer el mérito y la calidad de los aportes a las prácticas pedagógico-didácticas de Piaget, Kohlber y Freire en el proceso de enseñanza-aprendizaje del sistema educativo argentino, nos parece que en no pocos casos nuestros educadores hacen una interpretación sesgada y a nuestro ver errónea de sus aportes teóricos, lo que les lleva a aceptar y transmitir criterios y conductas anómicas que deforman a los educandos y llevan a actitudes dañosas para la convivencia social.

Vale agregar a ello que en los ámbitos académicos, intelectuales y periodísticos de la Argentina, hubo siempre una fuerte influencia del pensamiento marxista que en las últimas décadas y después del colapso del socialismo real, como se señaló más arriba, viró de la promoción de la revolución social a la convocatoria a una suerte de revolución moral, tendiente a adoptar cierto sesgo anarcoide que propugna enfrentar al Estado, la familia tradicional, la religión y otras instituciones y valores tradicionales.

Resulta así que, hasta la década de 1970, muchachos y chicas procedentes de la burguesía grande, media y pequeña abandonaban sus estudios universitarios para “proletarizarse” e intentar así hacer suyos los valores propios de la cultura de los obreros, con la convicción de que eran ellos quienes componían la clase que guiaría la revolución para construir el paraíso socialista.

Esa ilusión se iba desvaneciendo ante el hecho que la abrumadora mayoría de los obreros argentinos adherían a la cultura y los valores del peronismo y rechazaban a los de las diversas variantes del marxismo que esos estudiantes “proletarizados” les venían a traer.

En aquellos años hubo también estudiantes, más atentos a la realidad nacional y social de la Argentina y afortunadamente mucho más numerosos que los anteriores, cuyo acercamiento a los trabajadores se tradujo en la adhesión más o menos consciente al peronismo, que en los ámbitos académicos era tenido por una bete noire inaceptable. Cierto es que algunos de ellos, influidos por el marxismo que era la ideología de moda, terminaron desilusionados al constatar que Perón se negaba a ser el Che Guevara o Lenin que ellos pretendían que fuera y seguía siendo el Perón que tanto esfuerzo le demandó llegar a ser y que era a ese Perón que se obstinaba en seguir siendo sí mismo al que adhería la mayoría del pueblo argentino. Pero también hubimos universitarios para quienes descubrir el peronismo significó una vital conversión (metanoia) e hicimos de la cosmovisión del Justicialismo un componente esencial de nuestra identidad personal. Lo sé bien porque yo soy uno de ellos.

También vale decir que entre unos y otros universitarios volcados a la militancia política y social hubo quienes fueron tentados por el canto de sirena de aquellos que postulaban que la lucha armada era el atajo más corto para hacer la revolución y entre el tiempo y la sangre, eligieron la sangre


Muchos de esas chicas y esos muchachos hoy están muertos y desaparecidos, víctimas de su errónea elección del atajo de las armas. Hoy, gracias a Dios, aunque siguen siendo muchos quienes tienen voluntad de cambiar lo mucho que debe ser cambiado no hay entre ellos quienes acepten siquiera la hipótesis de practicar la lucha armada.

Entre quienes asumen esa vocación transformadora están también los que postulan la legalización del aborto, seguramente animados de las mejores intenciones como, por caso, salvar la vida de las mujeres embarazadas, sobre todo las más pobres, que mueren al someterse a abortos clandestinos. Lástima que, como es sabido, de buenas intenciones está empedrado el camino del infierno.

Una paradoja perceptible es que esos segmentos ilustrados de clase media urbana que se pronuncian y militan en favor de la legalización del aborto, que tienen un peso mayoritario entre quienes sostienen esa posición, son minoritarios en el universo total de la sociedad argentina, donde son ampliamente mayoritarios aquellos que, medidos por su nivel de ingresos, integran las clases media-baja y baja y no accedieron o no completaron estudios secundarios y universitarios; entre los cuales predominan los que se oponen a los proyectos de legalización del aborto, según lo reflejan encuestas que difunden incluso medios favorables a la legalización.

Otra paradoja que diferencia a los jóvenes (y no tanto) de clase media instruida de ayer con los de hoy, es que las banderas de lucha principales de aquellos apuntaban a cambiar la estructura de injusticia que signaba (y signa) a la realidad económico-social de la Argentina, en tanto que los militantes de clase media instruida de este tiempo tienden a no ocuparse tanto de esas demandas de justicia social y por una distribución más equitativa de los bienes materiales e inmateriales de la sociedad para poner el eje de sus reivindicaciones en cuestiones como la legalización del “matrimonio” entre homosexuales o del aborto y se identifican más con colectivos como los de lesbianas, gay y transexuales, que con el sindicalismo o los nuevos movimientos sociales.

Hasta aquí llega mi discernimiento sobre este asunto. Me propongo seguir meditando en la búsqueda de respuestas a los interrogantes explícitos e implícitos que plantea el tema. Pido que el Espíritu Santo ilumine mi entendimiento.



[1] Aplica aquí la frase que se atribuye a Madame Roland, dirigente de la moderada tendencia de los girondinos durante la Revolución Francesa, que poco antes de ser guillotinada por orden del partido de los jacobinos, habría dicho ante una estatua de la Libertad que se alzaba cerca del cadalso: “¡Oh, Libertad!, ¡cuántos crímenes se cometen en tu nombre!”.



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