domingo, 12 de diciembre de 2010

Entre la hipocresía y la desidia

Mientras la dirigencia política se entretiene con el juego del Gran Bonete, echándole la culpa al otro, cunde la sensación generalizada sobre la existencia de un Estado cada vez más ausente e incapaz de garantizar el orden público.


Por Fernando Laborda

La decisión del gobierno nacional de desplegar a efectivos de la Gendarmería en torno del parque Indoamericano llegó muy tarde.

Los gendarmes arribaron a Villa Soldati con el fin de garantizar el orden 72 horas después de que el jefe de Gabinete, Aníbal Fernández, volviera a desacatar una orden judicial. El miércoles pasado, el funcionario justificó públicamente su negativa a incumplir el requerimiento del juez Roberto Gallardo de cercar el perímetro del parque con fuerzas policiales.

Sin control policial alguno, la violencia no hizo más que crecer. Si la medida adoptada por las autoridades nacionales sólo a partir de las 5 de la tarde de hoy se hubiera instrumentado tres días antes, se habrían podido evitar muy probablemente las dos muertes, los numerosos heridos y la consiguiente angustia de tanta gente, que se sucedieron desde entonces.

Sorprende que el gobierno nacional haya tardado tanto en disponer el desplazamiento de la Gendarmería, cuando en marzo de 2007 no dudó un instante en recurrir a esa fuerza de seguridad para custodiar la casa de la familia presidencial en Río Gallegos, luego de una protesta de docentes santacruceños.

No hubo hasta ahora una sola autocrítica del gobierno nacional por lo sucedido en Soldati. Sí abundaron los cuestionamientos al jefe de gobierno porteño, Mauricio Macri, quien por cierto tiene una no menor responsabilidad en la deficiente ejecución de una política de vivienda y en el llamativo descuido y virtual abandono de un gigantesco parque del sur de la ciudad de Buenos Aires, que por su estado es una invitación para los asentamientos precarios.

Pero mientras la dirigencia política se entretiene con el juego del Gran Bonete, echándole la culpa al otro, cunde la sensación generalizada sobre la existencia de un Estado cada vez más ausente e incapaz de garantizar el orden público.

Hubo una admisión tácita de la propia presidenta Cristina Kirchner de que la policía no está en condiciones de garantizar ese orden sin reprimir brutalmente y sin matar.

Pocos días atrás, el presidente brasileño, Luis Inacio Lula de Silva, recurrió a las fuerzas armadas para limpiar de narcotraficantes una zona de favelas de Río de Janeiro. Poco después, el mandatario uruguayo, Pepe Mujica, dispuso por decreto la prohibición de la toma de edificios públicos. Ambos hicieron lo que había que hacer, sin temor a que alguien pudiera catalogarlos de "traidores al progresismo" o acusarlos de violar los derechos humanos.

Pero la preocupante admisión presidencial de que aquí no podemos contar con la policía no sólo es una confesión de parte de que en siete años las autoridades nacionales no han sido capaces de construir una policía profesional y eficaz. Es también una invitación a delinquir.

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