sábado, 30 de mayo de 2009

Venerando al pragmatismo


Los “pragmáticos” nos gobiernan desde hace demasiado tiempo. Se han multiplicado por todo el mundo. América Latina sigue siendo una proveedora inigualable de estos pragmáticos amantes del populismo y la demagogia.

Por Alberto Medina Méndez

Vivimos tiempos de campaña electoral. Los slogans, las frases hechas, los lugares comunes, el panfleto como premisa, pululan por doquier. Estamos rodeados por rostros de candidatos, apellidos en letras de molde, nombres de pila en carteles como si fueran familiares cercanos de los votantes y hasta alguno usando solo una inicial como identificación.

La ausencia de ideas, propuestas excesivamente generales, consignas grandilocuentes pero vacías, discursos sin compromiso alguno, abunda en demasía, no solo en la campaña, sino también en la acción cotidiana de la política partidaria.

Lo cierto es que desde hace cierto tiempo, se ha venido observando, con marcada insistencia y admirable contundencia, un sistemático y virulento ataque a las ideologías.

Las mismas son presentadas como dogmas, interpretaciones cerradas, sectarias, sin flexibilidad alguna, demonizándolas al endilgarle todas las penurias del pasado y las responsabilidades del presente.

Se agrede a quienes se sienten representados por un sistema de ideas y valores, caricaturizando sus creencias, ridiculizándolos hasta el punto de señalarlos como seres incapaces de entender el pensamiento diferente.

Las ideologías, a las que tanto denostan, no son más que un coherente, consistente y ordenado compendio de ideas, que se alinean detrás de determinados valores que expresan claramente las convicciones de un sector particular de la comunidad. No se trata de dogmas que no admiten refutación, ni tampoco de interpretaciones estructuradas sin margen de debate. Muy por el contrario, involucran ideas que evolucionan, siempre en la línea de reforzar aquellos valores con los que se comulga.

El pragmatismo endiosado, la devoción por el ejercicio práctico de lo ejecutivo, se esconde siempre detrás de la ausencia de ideas concretas. A esa filosofía de vida, cualquier cosa le viene bien, sus discursos son versátiles y acomodaticios. Pretenden defender la supremacía de lo posible por sobre la búsqueda de lo correcto.

Amantes de la gradualidad, justifican inequidades para evitar su mayor temor, la fuga de votos y la inseparable retirada de los aduladores. Siempre priorizan las estrategias de poder. No les importa hacer lo correcto, ni lo justo. Su escenario de preferencia, los invita al desafío de encontrar aquello que les resulta “conveniente” sin importar cuestiones morales periféricas y secundarias a sus fines.

No aceptan ajustarse a ideas ni valores. Eso los obligaría a circunscribirse a ciertos límites, quitándoles entonces la posibilidad de “negociar” lo que fuera, a cambio de lo que realmente precisan para sostener sus centrales y primordiales estrategias de poder.

Los “pragmáticos” nos gobiernan desde hace demasiado tiempo. Se han multiplicado por todo el mundo. América Latina sigue siendo una proveedora inigualable de estos pragmáticos amantes del populismo y la demagogia. Han instalado consignas falsas, las desarrollaron con argumentos también falaces, pero altamente funcionales a las manipuladoras tácticas de sus sostenedores.

Los hay de muchos colores. Intentan diferenciarse entre si, pero son demasiado parecidos. En muchos países, como el nuestro, los oficialistas y la inmensa mayoría del arco opositor, se siente fuertemente identificado en esta escuela PRAGMATICA. Casi ninguno asume ideología alguna. Se sienten cómodos bajo los calores del “pragmatismo”, que los alberga bajo el siempre rendidor discurso “políticamente correcto”.

Uno de los slogans preferidos de los “pragmáticos” es ese que dice que “solo importa la gestión”. Funciona como un cheque en blanco. Lo significativo es ser buenos gerentes, poniendo especial énfasis en la administración inteligente de recursos públicos. Han convencido a la sociedad de que lo trascendente es ser eficiente, olvidándose que para ello, previamente es preciso tener un objetivo y que el mismo debe estar transparentado, consensuado y ser moralmente adecuado.

Se puede ser efectivo en una gestión, pero esta puede encauzarse en un sentido equivocado o deliberadamente erróneo. Bajo esa mirada, existen muchos buenos funcionarios. Algunos que llegaron incluso a utilizar esa efectividad para fomentar exterminios raciales, persecuciones políticas y étnicas, por solo citar algún ejemplo demasiado presente en la historia de la humanidad.

Son básicamente “resultadistas”. Privilegian el resultado por sobre el proceso. El fin justifica los medios según esa visión y sostienen una filosofía que dice que hay que ser eficientes, sin que importe demasiado que el camino este plagado de inmoralidades

Casi tan parecido como este argumento, aparece el otro de la honestidad. Como si fuera posible sugerir políticas de deshonestidad en la administración de la cosa pública. La honestidad, debe ser un presupuesto y jamás una consigna de campaña. Plantearla como bandera, además de demostrar la decadencia moral de una sociedad, habla también muy mal de la incapacidad de trazar estrategias sistémicas, capaces de erradicar los nichos de corrupción y discrecionalidad tan presentes en la administración de lo estatal. Lo que sucede es que en ese esquema lo que conviene es sostener el status quo y no precisamente eliminar las posibilidades de corrupción, transparentando las decisiones a la sociedad. Sobre todo, si en el proceso prevalecen “las cajas” de la política.

Los discursos intermedios, las terceras vías y el supuesto modernismo político, intentan desterrar las ideologías, impidiendo la evolución de las mismas. Temas que aun generan mucho debate social y que merecen ser discutidos con profundidad, son dejados de lado para seguir discutiendo cíclicamente cuestiones del pasado.

Las ideologías han evolucionado, cada una de ellas con su ritmo y a su modo, pero lo han hecho. Lástima que la sociedad, en forma mayoritaria, no se permita participar de ese progreso intelectual y siga prefiriendo alimentar con su voto cotidiano, el discurso neutro, lavado y desprovisto de compromiso, de aquellos que han construido una religión, esa que sigue venerando al pragmatismo.

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