sábado, 6 de diciembre de 2008

Picolotti o la farsa progresista

La presidenta Cristina Kirchner ha decidido echar a la secretaria de Ambiente, Romina Picolotti. La noticia supone dos facetas dignas de análisis.

Por Pablo Esteban Dávila

La primera, la falta de correspondencia entre el progresismo social y la capacidad de gestión; la segunda, de cómo el gobierno paga un alto costo por no contar con gente con experiencia política en sus niveles de ejecución. En ambos puntos, el país asiste a otra farsa del progresismo vernáculo, impredecible colectivo humano aglutinado por ideas confusas y atormentadas.

En un gobierno que, en general, camina siempre detrás de los acontecimientos, no resulta una excepción que, de vez en cuando, aparezca una figura como la de Picolotti entre sus funcionarios más promocionados. Por ello, cuando alguna de estas estrellas cae el acontecimiento es comentado con cierto placer en los círculos políticos.

La funcionaria echada no provenía de la política “tradicional”. Como se recuerda, su repentina fama devino de su carácter de abogada de la asamblea ambiental de Gualeguaychú, una manifestación sediciosa que, desde hace más de dos años, bloquea un puente internacional y jaquea las tradicionales relaciones de hermandad entre la Argentina y Uruguay. Fue en aquellas algaradas en donde Picolotti ganó notoriedad gracias al clásico combo del progresismo argentino: la denuncia airada y la victimización mediática.

Tomados por sorpresa por la virulencia del piqueterismo ambiental, el gobierno del entonces presidente Néstor Kirchner creyó encontrar en la combativa abogada cordobesa el catalizador ideal para desactivar la protesta e institucionalizar la acción estatal contra Botnia y sus supuestos males. No logró ni una cosa ni la otra.

Con la designación de Picolotti el gobierno cayó en su propia trampa ideológica. Conforme los parámetros kirchneristas, la ambientalista lucía con las mejores credenciales para hacerse cargo de tal Secretaría: experta certificada, proveniente del difuso colectivo de las ONG “verdes” y aparentemente no contaminada por la corrupta política partidaria, era la candidata ideal para forjar una auténtica política para el sector. Pero la realidad fue más fuerte que el voluntarismo de Alberto Fernández.

Al tiempo de haber asumido en sus funciones, se supo que la novel funcionaria era peor que el más recalcitrante de los políticos de comité.

Entre sus “logros” pueden mencionarse nombramientos seriales de parientes y amigos, contrataciones diversas a la fundación ArgenINTA para evitar el control de sus gastos y la encomienda al Centro de Derechos Humanos y Ambiente (CEDHA) presidido por su esposo, de la realización de múltiples tareas de consultoría convenientemente retribuidas por el Estado.

Paralelamente a tales dispendios se hizo patente su carencia de ideas sobre cómo llevar adelante política ambiental alguna. La Corte Suprema la retó por su falta de acciones concretas para limpiar el Riachuelo, actuó tarde y mal en los incendios del Paraná y en las sierras de Córdoba y, en un país en donde el cuidado del medio ambiente dista de equipararse al de Suiza, ejecutó apenas la mitad de lo presupuestado para 2008.

Esta serie de desaguisados ilustran convenientemente de que el hecho de provenir de la “militancia social” o de defender supuestas causas nobles no es, en absoluto, garantía alguna de idoneidad para ocupar cargos públicos. Pero este aprendizaje debe dejar una lección, pues Picolotti es una de las personas que han ganado popularidad automática en los últimos años y que, de alguna manera, son presentados como las redentoras de viejos fracasos.
Tómese nota: amiga de los temas obvios, ignorante de la política menuda, embanderada de las hojas y los pajaritos y potente defensora de asambleístas envalentonados, fue la estrella del universo mediático en contra de la satánica compañía finlandesa, una auténtica progresista criolla. De allí al gobierno había un solo paso, aunque la mentira, con el tiempo, se vuelva evidente.


El costo de no gestionar

La frustrada ambientalista también revela un costado menos espectacular pero no por ello menos preocupante que exhibe el colectivo kirchnerista. Trátase de su incapacidad endógena de gestión, de trasladar los anuncios efectuados en el Salón Blanco a la realidad concreta, a la ejecución sobre el terreno. En este gobierno, del dicho al hecho hay un muy largo trecho. Los anuncios de obras son inmediatos, pero las obras en sí tardan años en llegar. En este punto, Picolotti ha sido una digna exponente: quizá su mayor legado haya sido llevar esta constante al paroxismo, puesto que nada ha podido concretar a lo largo de su gestión.

Su mayor fracaso ha sido, precisamente, terminar con el acontecimiento que la catapultó al poder. Pese a su ascendiente sobre los asambleístas de Gualeguaychú (o precisamente por ello) no logró correr ni un milímetro el bloqueo del puente que une la Argentina con Fray Bentos. Es difícil pasar de la protesta adolescente a las soluciones políticas, porque en la primera sólo se piensa en términos de derechos - reales o supuestos - conculcados, mientras que en las segundas debe primar la negociación y la perspectiva global. Este caso ha demostrado que quienes arman un problema suelen ser los menos indicados para solucionarlo. Es por ello que los políticos experimentados tratan de evitar, por todos los medios, que las protestas se transformen de medios a fines, precisamente lo contrario de lo que ocurre en Entre Ríos.

Los efectos de tal minusvalía administrativa llegan hasta Córdoba, la provincia natal de la heroína caída.

En épocas de Luis Juez, la ex secretaria firmó un acuerdo por más de 600 mil pesos para limpiar el lago del Parque Sarmiento, un cometido que -en términos teóricos- lucía mucho menos complejo que acometer con el maloliente Riachuelo. Pero, al igual que el riacho porteño, el proyecto quedó en la nada. Y la nada, en este contexto, dista de ser un concepto ontológico, puesto que el dinero aportado por la Nación también había desaparecido, al menos en parte, en el pago a consultorías varias entre allegados a la propia funcionaria.

Si pudiera extraerse una máxima de todo este episodio, podría decirse que al progresismo le encanta denunciar las obras ejecutadas por los demás pero que, cuando le toca ser gobierno, no le es posible ejecutar eficientemente emprendimiento alguno; más aún, corren frecuentemente el riesgo de terminar siendo procesados así como le fascinaba que procesaran a sus denunciados.

Ciertamente el gobierno paga un costo importante por tener funcionarios como éstos, en un momento en que su único plan anticrisis reside, precisamente, en ejecutar obra pública. Si los proyectos anunciados demoran, supóngase, una media de uno o dos años para comenzar a llevarse a cabo… ¿no podría correrse el riesgo que la crisis terminara antes de que el plan comenzara? Que pena que ahora no podrá contarse con los consultores de Picolotti para que expliquen este aparente riesgo.

Contra la Censura

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